Historias de Vida | Personas con discapacidad, pueden…

30. octubre, 2019 Historias de Vida
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Con seguridad, este texto no hubiera sido escrito si previamente no hubiera existido un contexto que lo motivó. Súbitamente un hecho en la vida de una persona o de alguien tan cercano que conmueve nuestros afectos y sentimientos más íntimos, puede hacerle abrir los ojos a una realidad que si bien estaba delante suyo, la observaba como un «outsider», al margen de su entorno existencial, y de repente pasa a descubrir un mundo nuevo cuando lo vive en carne propia. Representa un abrupto cambio de vida para ella y su familia. Voy a referirme a la situación de la persona con discapacidad en general, pero además -como nunca antes- voy a escribir sobre mi persona, mi familia y quienes me rodean, me acompañan y me asisten.
Es imposible abstraerme de mi propia experiencia de vida, que de pronto me hizo sumergirme en este universo tan especial. Doloroso y triste para unos, sí, es innegable; pero también maravilloso y asombroso para otros. Encontré un nuevo lenguaje, el de terapeutas y pacientes, gente increíblemente admirable y prodigiosa, con quienes gratifica el alma compartir al menos un instante. Sabiamente, una de ellas me enseñó que Miguel de Unamuno había inmortalizado la frase: «Hablo de mí porque es la persona que tengo más a mano», y me convenció de que debo poner el foco en mi propia vivencia y en lo que me dejó como enseñanza.

Descubriendo lo desconocido
A raíz de un ACV y sus secuelas tuve que jubilarme por invalidez, y obtuve el certificado de discapacidad. Llegué a perder el habla pero la recobré prontamente. Con mucha ayuda, pude volver a caminar y recuperé parcialmente ciertos movimientos del brazo y pierna derechos. No hace mucho, con mis limitaciones, volví a manejar. Algunas caídas no me impidieron levantarme y seguir. No dejo de dar gracias a Dios que no me afectó la parte cognitiva del cerebro ni la habilidad de comunicarme, que me permite relatar mis ocurrencias, para mantener activa la mente y no decaer.
Dicen que «a tozudo, nadie le gana al vasco». No soy de darme por vencido fácil y voy a dar pelea para rehabilitarme. El incondicional apoyo de mi magnífica mujer y toda mi familia, y el ejemplo paterno me incentivan cada día. En lo físico, en lo mental o en lo espiritual, siempre hay algo que corregir y aprender. Para lo que no se pudo recuperar: temple y resignación. Pero teniendo siempre presente la enorme lección de vida: valorar como nunca lo que tengo porque me fue dado, sin espacio para lamentarme por lo que pude haber perdido.
La providencia me dio tanto más de lo que merecía que debo estar eternamente agradecido. Cuántas veces nos quejamos por cosas sin importancia, en lugar de apreciar y saborear la vida y los dones recibidos. Como el deleitarse con el despertar de cada nuevo día.
Entendí que hay una forma no despreciativa de dirigirse a quien necesita rehabilitación para que no se sienta herido en su sensibilidad.
No es igual hablar de «persona con discapacidad» (como los definió la ONU en la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de 2006), que de «discapacitado», de «personas con diversidad funcional», «inválido», o «minusválido». Mucho más espantoso, el término arcaico de «deficiente». No es pura semántica, se trata de la dignificación del ser humano, de su integración, de un enfoque no discriminatorio. ¿No es curioso que se llame «discapacitado» a un sujeto al que, si bien se le ha reconocido una «discapacidad», pueda tener muchas otras habilidades? ¿No es mirar sólo el déficit y no las «capacidades»?
Aprendí también que a veces no hay que ser rencoroso y perdonar (si es necesario, «setenta veces siete», enseña el misericordioso) a aquellos que con pretendida gracia sarcástica pusieron en duda la seriedad de mi enfermedad. Tal vez no son tan perspicaces como creyeron ser, o no pensaron en lo que mi familia pudo afligirse, sufrir o llorar, sobre todo, mis hijas menores.
Situación actual
Según el Indec hay en el país más de 3.570.000 personas con alguna discapacidad, y son quienes sufren mayor discriminación, según informa el Inadi. Máxime, cuando se suman factores de vulnerabilidad como la pobreza y la niñez. Algunas ni siquiera pueden gozar de los beneficios del certificado único de discapacidad (CUD), por desconocimiento, burocracia, distancias, o para no sufrir discriminación -por increíble que parezca-, lo que les dificulta acceder a derechos básicos como salud, educación y trabajo.
El Estado, en sus distintas áreas y competencias, lejos de asegurar su igualdad, desconoce una y otra vez los derechos humanos de estas personas, mientras se derrocha en gastos inverosímiles. Desde sus sillones, funcionarios públicos se desentienden y no ayudan a remover las barreras que les impiden una vida mejor.
¿Es más importante un paro o una asamblea en día y horario de trabajo, que atender a un niño pobre con discapacidad que se costeó el traslado con su madre desde quién sabe dónde? Son seres humanos que, con alguna restricción, pueden. Con sus ojos enternecedores y una sonrisa que brilla suelen irradiar una onda positiva que emociona hasta el alma. Ayúdenlos y déjenlos hacer, vivir en forma independiente, pensar, educarse, estudiar, desarrollar sus capacidades, trabajar, curarse y rehabilitarse, ganarse el sustento, ilusionarse y soñar, hacer deportes, superarse, jugar, reírse, formar una familia. Sería de una insensibilidad y una crueldad indignantes privarles de sus derechos legítimos.
El respeto integral de la facultad de acceder a un empleo público o privado posiblemente sea el impedimento más difícil que padecen. No son tratados como sujetos de derecho. Por eso, cabe destacar una iniciativa de mi terapista ocupacional, Celina Guantay Briones, y un equipo de profesionales, que logró que un grupo de estas personas -al concluir sus estudios- sea admitido como ordenanzas o porteros en escuelas provinciales. Pude apreciar sus conmovedores gestos de gratitud hacia sus mentores. Cuánto más podría hacerse por ellos si los funcionarios atendieran sus solicitudes y fueran proactivos para su mejor inclusión. No puedo concluir sin hacer un reconocimiento a los pacientes y terapeutas que tuve el privilegio de conocer. Los primeros, con sus propios problemas, comparten y se esfuerzan a diario con los demás, y se apuntalan y alientan recíprocamente. Imposible nombrarlos a cada uno, pero los recuerdo siempre y los llevo en mi corazón. Dejé para el final a los profesionales: mi enfermero (y amigo), fisioterapeutas, kinesiólogos, terapistas ocupacionales, fonoaudiólogos, psicólogos, y demás especialistas. Benefactores que me asistieron en mi casa, en la excelente Fundación Leven y en los consultorios, humanitaria, esforzada y abnegadamente. Con enorme esmero, perseverancia y aplicación, día tras día, con hambre, frío, lluvia o calor. Siempre inquietos por capacitarse y perfeccionarse. Con poco reconocimiento social e insuficiente retribución, dan siempre lo mejor de sí, con empatía y una sonrisa franca y espontánea, soportando los lamentos, las quejas o las indiscreciones de pacientes como yo. Sin excepción, son un ejemplo para toda la comunidad.

Adolfo Aráoz Figueroa